22.3.12

EL JUGUETE RABIOSO -6- ALGUNOS ANÁLISIS















(Arriba, Arlt en un ensayo en el Teatro del Pueblo)

EL JUGUETE RABIOSO
Por Luis Miguel Madrid
La primera novela de Roberto Arlt narra en cuatro episodios la lucha de un adolescente (Silvio Astier) por escapar de la miseria y humillación a la que se ve sometido como consecuencia de su condición social, marcada por la marginación y la pobreza. Como en los claros referentes de la novela picaresca, el héroe —o antihéroe— trata de conquistar el paraíso de la abundancia sin obtener más que tropiezos caricaturescos en un entramado hostil, repleto de personajes patéticos, ruines y desesperados que Silvio soporta con aires de resignación con tonos masoquistas: «Ya no tengo ni encuentro palabras con las que pedir misericordia. Baldía y fea como una rodilla desnuda es mi alma.». La evolución del personaje a través de la experiencia, le conduce nada más que a un pozo negro y grande idéntico a su barrio, un mundo triste de valores y absurdas situaciones donde la injusticia dicta las leyes en cada gremio y estamento: «Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para el trabajo».
Y así, el papel donde Astier describe su lucha por la vida, cada día está más humedecido. El pesimismo agarrota sus sentidos: «A mis oídos llegan voces distantes, resplandores pirotécnicos, pero yo estoy aquí, solo, agarrado por mi tierra de miseria como con nueve pernos».
Cuando Silvio Astier toma conciencia de que nunca formará parte de ese otro mundo es derrotado por la rabia: «Estremecido de odio, encendí un cigarrillo y malignamente arrollé la colilla encendida encima de un bulto humano que dormía acurrucado en un pórtico».
Finalmente, decide matarse, y en su defecto —también fracasa— hacer de sí mismo un muerto en vida, renunciando a la lucha y alejándose a través de una traición aparentemente contradictoria, ya que acepta a la vez que modifica las convenciones sociales —«si hago eso destruiré al hombre más noble que he conocido»— condenándose a no tener nada para partir de cero en una nueva búsqueda, quizás para romper el último lazo que le pudiera unir al mundo que desprecia.
Astier, o Arlt por las tantas similitudes, toma el camino del orgullo y la venganza: su victoria económica es menor. Se trata de ser un ser excepcional, único, por un extremo o el contrario: «yo, por mi inquietud me siento, a pesar de mi canallería, superior a usted», y es así, a través de la infamia, como Arlt, o Astier, se sitúan por encima de consideraciones morales, siendo la hipocresía, la perversidad y por supuesto, la ironía, las armas de su triunfo: «El recuerdo, semejante a un diente podrido, estaría en mí, y su hedor me enturbiaría todas las fragancias de la tierra, pero a medida que ubicaba el hecho en la distancia, mi perversidad encontraba interesante la infamia».















(Arriba: el Zeppelin Graf llega a Buenos Aires, 1934)
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El juguete rabioso y la inauguración de la narrativa urbana
POR ENRIQUE VETTERLI NUESCH
Desde cerca de 1946, se nombra a Roberto Arlt un escritor urbano. Cuando se publicó El juguete rabioso, en 1926, no era ésta, desde luego, la primera novela argentina que tenía como espacio la ciudad de Buenos Aires. Ya había la prosa de Eugenio Cambaceres, en donde estaba presente el habla de los clubes porteños (ROJAS, 1948: 396). Cerca de 1880 se editaba la novela La gran aldea de Lucio Vicente López, que "define la Buenos Aires de los 80", presentando "las tiendas porteñas y el tendero de antaño; el baile de negros en el teatro de la alegría, una noche de carnaval; las escenas del club Progreso, los episodios de la vida comercial y política: sus tipos, ideas, leguaje( ...)"(ROJAS, 1948: 403). Alrededor de 1889, Manuel Podestá tenía publicada la novela Irresponsable, en donde dice el protagonista: "En esta sociedad nueva, cosmopolita, que lo va improvisando todo (...) y que no se preocupa con lo que el hombre es." Y en la misma escena, éste ve "desfilar una caravana de inmigrantes andrajosos, hambrientos, bestializados por sus miserias de origen, pero que serán más tarde señores de industria y fundadores de estirpe"(ROJAS, 1948: 423-424). Por cerca de 1890, José Miró, bajo el seudónimo Julián Martel, tenía publicada su novela La bolsa, que según Julio Piquet, "es un hermoso libro, y el único documento literario que refleja con verdor un periodo singular de la vida bonaerense"(PIQUET apud ROJAS, 1948: 141).
Pero en El juguete Rabioso el espacio, la ciudad de Buenos Aires, tendrá un papel más activo en la intriga. A fines del siglo XIX, la ciudad estaba en la novela como "telón de fondo para la acción y los movimientos de los personajes ficticios. La calle, el centro y el barrio eran objeto de descripción, sin la menor correlación con la vida espiritual del personaje"(GNUTZMANN, 1985: 48). En cambio, en la novela de Arlt, señala Pajes Larraya la interdependencia entre el personaje y la ciudad. Además, pone Flora Guzmán, "La ciudad es algo que los protagonistas viven y, desde Erdosain, sufren. Es el entorno y la contrapartida del hombre moderno"(GNUTZMANN, 1985: 48). En El juguete rabioso el conflicto se caracteriza por el embate entre Silvio Astier, el protagonista, y la gran metrópolis Buenos Aires.
Ante las novelas contemporáneas suyas, el carácter urbano resalta por contraste. En 1926, el mismo año en que se publica El juguete rabioso, surge Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes. De hecho las dos novelas tienen alguna semejanza y una gran oposición: las dos siguen un modelo bildungsroman pero la de Arlt rompe con ese modelo en el final, mientras la de Güiraldes no lo hace: el personaje de Arlt fracasa en todo lo que intenta y sale derrotado, mientras el de Güiraldes se vuelve un estanciero y recibe de Don Segundo los buenos ideales. El escenario de Güiraldes es el campo y su novela es un rescate de los valores del gaucho, el escenario de Arlt es la ciudad que deteriora y corroe al individuo y los valores morales y éticos.
La denominación de Arlt como un escritor urbano se da entonces, más que por el escenario urbano, la metrópolis, por la acción de ese escenario sobre el individuo. Primero con El juguete rabioso y luego, con más profundidad, en Los 7 locos. El escenario urbano no sólo como edificios y calles para localizar la acción, pero también como un compuesto de personas de esta o aquella parte de la sociedad. Así, se verá que el protagonista será explotado por el comerciante como clase, engañado por el rico con promesas de empleo, empujado hacia el crimen por el hampa e incluso atormentado por si propio como un miembro de una clase social decadente que se ve acosado por la miseria y por la obligación de trabajar para comer y sobrevivir.
En el primer capítulo titulado "Los ladrones", Silvio Astier tiene 14 años y alimenta su imaginación con libros sobre ladrones y aventureros: "yo soñaba con ser bandido y estrangular a corregidores libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas"(p. 89). Conoce entonces a Enrique Izurbeta, de sobrenombre "el falsificador", un muchacho con edad próxima a la suya con el que empieza a robar. Es Enrique quien lo inicia en el crimen, pero Silvio describe cómo ya antes la ociosidad lo hubiera llevado aplicar la inteligencia en actividades delictivas, una de ellas, fabricar un cañón con el cual dañó la muralla de una carpintería. Pero es con Enrique que Silvio adquiere el hábito de robar, hasta llegar a, con la ayuda de un tercer chico, formar "el club de los caballeros de la media noche" (que tiene algo de parecido con la sociedad secreta propuesta por el Astrólogo en Los 7 locos), una pequeña sociedad secreta de tres dedicada al hurto. Silvio descubre en el robar el deleite de obtener dinero fácil, sin trabajar. Es un tiempo de felicidad para él. Con dinero disponible, la ciudad toma contornos agradables, y el dinamismo del ambiente urbano y la modernidad se vuelve motivo de felicidad. En las palabras de Silvio: (...)esperábamos a una tarde de lluvia y salíamos en automóvil. ¡Qué voluptuosidad entonces recorrer entre cortinas de agua la ciudad! (...)nos imaginábamos que vivíamos en París o en la brumosa Londres. (...) Después, en una confitería lujosa, tomábamos chocolate con vainilla, y saciados volvíamos en el tren de la tarde, duplicadas las energías por la satisfacción del goce proporcionado al cuerpo voluptuoso, por el dinamismo de todo lo circundante que con sus rumores de hierro gritaba: ¡adelante, adelante! (p.101)
El robo se muestra como un medio de vida en la ciudad, un medio para acceder a los deleites ofrecidos por la metrópolis. Así los tres muchachos planean un robo a una biblioteca y de hecho lo ejecutan con pericia, pero cuando Enrique se iba a casa un policía le indaga qué lleva. Enrique corre a la casa de Silvio y los dos sienten el peligro que pasaron: la pérdida de la libertad, que tanto temían. Pasan por angustiantes minutos mientras la policía pasa por la calle. Ya lo habían conversado antes y Silvio fue enfático: "A mi no me cachan. Antes matar"(p. 106). Después del incidente, que Silvio nombra "el gran peligro", los tres muchachos deciden deshacer la sociedad. Si el crimen era la forma de moverse y disfrutar la ciudad y domarla, con el gran peligro queda claro que no es tan sencillo hacerlo y que las consecuencias son temibles. La urbe no se deja dominar, y Silvio ha fracasado en su primer intento por encontrar un espacio en la ciudad.
El segundo capítulo, titulado "Los trabajos y los días" es ya más característico con la hostilidad de la ciudad hacia Silvio. Empieza con la mudanza de barrio que la familia de Silvio tiene que hacer por sus condiciones económicas: Silvio es desplazado y pierde contacto con sus amistades. Se van a vivir a un barrio más pobre. Él tiene ya 15 años y su madre empieza a presionarlo para que trabaje: "Tenés que trabajar, ¿entendés? Tú no quisiste estudiar. Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes." La reacción de Silvio es de repulsa, repulsa a tener que trabajar para tener dinero: "[yo] Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena inominable: la certeza de la propia inutilidad"(p. 128). Con quince años y condición económica precaria, era inevitable que la ciudad viniera a buscarlo y a lanzarlo en la realidad de la metrópolis: todas las maravillas de la modernidad, los trenes, automóviles, los arcos voltaicos, los suntuosos cafés, son para pocos, entre los cuales Silvio Astier no se encuentra. Como destino para un ser urbano joven de clase decadente, la gran ciudad reservaba las garras de los pequeños comerciantes explotadores y ambiciosos. Silvio trabaja y vive en una librería de un inmigrante italiano, D. Gaetano, y su esposa, tiene que humillarse sacudiendo un cencerro ante el establecimiento para atraer clientes. Una tarde decide pasar por la casa de un señor adinerado que había prometido conseguirle un empleo, pero éste lo recibe muy mal y le grita que se retire y no moleste más. Es una clara señal de la distancia entre las camadas sociales y la segregación de los ricos hacia los pobres, aunque, en otro ámbito de análisis, esa presencia caracteriza la polifonía de la novela de Arlt. Una tarde Silvio se ve obligado a cargar objetos pesados por varias cuadras mientras las personas lo observan pasar, se siente completamente humillado y desposeído de fortuna: ahora íbamos por calles solitarias, discretamente iluminadas, con plátanos vigorosos al borde de las aceras, elevados edificios de fachadas hermosas y vitrales cubiertos de amplios cortinados. Un adolescente y una niña conversaba en la penumbra(...). Todo el corazón se me empequeñeció de envidia y de congoja. Pensé. Pensé que yo nunca sería como ellos..., nunca viviría en una casa hermosa y tendría una novia de la aristocracia. Todo el corazón se me empequeñeció de envidia y congoja. (p.152)
En otro fragmento, Silvio describe cómo ha sido afectado por la vivencia en el ambiente mezquino de la librería. Es una evidente consecuencia de la interacción con la mezquindad del pequeño comerciante. Es decir, mas que la influencia de don Gaetano mismo, es la corrosión causada por un componente de la ciudad: así como Silvio sufre la segregación y el engaño del hombre rico, y no de un hombre rico, sufre con el pequeño comerciante como una especie que compone en parte a la ciudad. En las palabras de Silvio: una sensación de asco empezó a encorajinar mi vida dentro de aquel antro, rodeado de gente que no vomitaba más que palabras de ganancia o ferocidad. Me contagiaron el odio que a ellos les crispaba la jeta(...). Tenía la sensación de que mi espíritu se estaba ensuciando, de que la lepra de esa gente me agrietaba la piel del espíritu, para excavar ahí sus cavernas oscuras. (p.156)
El pasar de los días en esas condiciones de humillación y deterioro lo llevan a Silvio a concluir que ha aprendido algo: "Entonces repetí palabras que antes habían tenido un sentido pálido en mi experiencia. -Sufrirás -me decía- sufrirás..., sufrirás..., sufrirás... -Y la palabra se me caía de los labios. Así maduré todo el invierno infernal" (p. 158).
Ya en el capítulo tercero, titulado "El juguete rabioso", Silvio tiene 16 años y ha vuelto a la casa de su madre. Una vecina avisa que en la Escuela Militar de Aviación estaban reclutando jóvenes para ser mecánicos. Silvio decide ir por esa oportunidad y de hecho, después de mostrar inteligencia convence a los reclutadores de que aún que las inscripciones ya se habían encerrado deberían aceptarlo. Y lo logra, lo que le da alguna esperanza de ser alguien pero que no consigue ahuyentar el fantasma de la miseria social y el destino de los pobres en la metrópolis: en el futuro, ¿no sería yo uno de esos hombres que llevan cuellos sucios, camisas zurcidas, traje color vinoso y botines enormes, porque en los pies les han salido callos y juanetes de tanto caminar, de tanto caminar solicitando de puerta en puerta trabajo en que ganarse la vida? Me tembló el alma ¿Qué hacer, qué podría hacer para triunfar, para tener dinero, mucho dinero? Seguramente no me iba a encontrar en la calle una cartera con diez mil pesos ¿Y qué hacer entonces? Y no sabiendo si pudiera asesinar a alguien, si al menos hubiera tenido algún pariente rico, a quien asesinar y responderme, comprendí que nunca me resignaría a la vida penuriosa que sobrellevan naturalmente la mayoría de los hombres. (p. 173)
Y ese destino se hace tremendamente presente cuando al cuarto día de estar reclutado lo dan de baja. Silvio indaga por qué lo hicieron y le dicen: "Su puesto está en una escuela industrial. Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para el trabajo"(p.178). Sale de la escuela sin rumbo, recorriendo las calles, generando una de las escenas más expresivas de la novela, en donde más que pintar la ciudad, se describe el estado psíquico de quien la recorre y la vive: ahora cruzaba las calles de Buenos Aires con estos gritos adentrados en el alma.
Calor de fiebre me subía a las sienes; olíame sudoroso, tenía la sensación de que mi rostro se había entosquecido de pena, deformado de pena, una pena hondísima, toda clamorosa.
Rodaba abstraído, sin derrotero. Por momentos los ímpetus de cólera me envaraban los nervios, quería gritar, luchar a golpes con la ciudad espantosamente sorda... Y súbitamente todo se rompía adentro, todo me pregonaba a las orejas mi absoluta inutilidad. (p. 178)
Termina pasando la noche en un conventillo, adonde un chico homosexual, que trabaja prostituyéndose, lo acosa. Por la mañana Silvio sale del conventillo y deambula por la ciudad, generando otra escena de desesperación de un individuo que no tiene su lugar en la ciudad, que se ve obligado a estar en movimiento constante, intentando llevar la vida. Se compra un revólver y piensa irse a Europa trabajando en un navío, pero le niegan trabajo en el puerto. La desesperación llega a un punto culminante:
De las calles de sombras formadas por los altos muros de los galpones, pasaba a la terrible claridad del sol, a instantes un empellón me arrojaba a un costado, los gallardetes multicolores de los navíos se erizaban con el viento; más abajo, entre la muralla negra y el casco rojo de un transatlántico, martilleaban incesantemente los calafateadores, y aquella demostración gigantesca de poder y riqueza, de mercaderías apiñadas de bestias pataleando suspendidas en el aire me azoraba de angustia. Y llegué a la inevitable conclusión:
-Es inútil, tengo que matarme. (p. 192)
Pero el revólver falla y Silvio se salva.
En el cuarto y último capítulo, titulado "Judas Iscariote", Silvio parece más adaptado a la vida en la ciudad, estabilizado. Trabaja como vendedor ambulante de papeles. Pero conoce a un señor de apodo "El Rengo", que le propone un realizar un robo a la casa de un arquitecto. Es una nueva oportunidad de conseguirse dinero abundante y fácil. Pero algunas horas antes de poner en marcha el plan del "Rengo", Silvio va a la casa del arquitecto y lo cuenta todo.
Una visión retrospectiva, muestra a un Silvio de catorce años idealista y soñador, mientras el último ha llegado a la traición. Lo que se observa es que la vida de Silvio es un constante movimiento, desde el momento en que su madre le dice que tiene que trabajar para mantenerse. Cuando Silvio cumple los catorce años, la gran ciudad implacable vendrá a buscarlo, a hacerlo vivir su destino como ser urbano y a transformarlo. Silvio está más reaccionando a la ciudad que actuando en ella.
En ese sentido más amplio está la ciudad en esta novela de Arlt, es ella más que un elemento, un personaje compuesto. Su presencia como escenario es evidentemente importante, pero su interacción con el protagonista y su influencia como algo pulsante y vivo es mayor. Aún así, es importante darle atención a las descripciones de la ciudad y sus elementos. Son ellas en parte, nos parece, una demostración de la dureza de la prosa de Arlt. En El juguete rabioso el cielo de la ciudad es azul y límpido y junto con el sol sirve de contraste o fuga de la ciudad que está debajo: (...)conservo el recuerdo de un cielo resplandeciente sobre horizontes de casas pequeñas y encaladas(...) Por las chatas calles del arrabal, miserables y sucias, inundadas de sol con cajones de basura a las puertas, con mujeres ventrudas, despeinadas y escuálidas hablando en los umbrales y llamando a sus perros o a sus hijos, bajo le cielo más límpido y diáfano, conservo el recuerdo fresco, alto y hermoso. Y más y más me embelesaba la cúpula celeste cuanto más viles eran los parajes donde traficaba(...) (p.203).
Más adelante, el sol ilumina el interior de una carnicería, en un paisaje grotesco, decadente, en contraste con el cielo de afuera: un rayo de sol iluminaba en lo oscuro las bestias de carne rojinegra colgadas de ganchos y de soga junto a los mostradores de estaño. El piso estaba cubierto de aserrín, en el aire flotaba el olor de sebo, enjambres negros de moscas hervían en los trozos de grasa amarilla, y el carnicero impasible aserraba los huesos, machacaba con el dorso del cuchillo las chuletas... y afuera estaba el cielo de la mañana, quieto y exquisito, dejando caer de la azulidad la infinita dulzura de la primavera (p.203).
Por lo que observamos en la novela, la manifestación hostil de la ciudad hacia Silvio, el hecho de que lo expulsa de un lado a otro y lo degenera, nos parece que cuando los críticos sitúan a Roberto Arlt como precursor de la narrativa urbana lo hacen por que éste eleva la ciudad del estatuto de escenario y ambiente, para el de personaje o actante

Bibliografía:
ARLT, Roberto. El juguete rabioso. Edición de Rita Gnutzmann. Madrid: Cátedra, 1985
GREIMAS, A. J. e COURTÉS, J. Dicionário de Semiótica. Trad. de Alceu Dimas et al. São Paulo: Cultrix, 1979
REIS, Carlos. Dicionário de teoria da narrativa. São Paulo: Ática, 1988
ROJAS, Ricardo. Historia de la literatura argentina. Tomo II, Vol. 8. Buenos Aires: Losada, 1948
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El autor
Roberto Godofredo Cristophersen Arlt nació en Buenos Aires el 26 de abril de 1900, hijo de Karl Arlt, prusiano de Posen (hoy Poznan, en Polonia), y de Ekatherine Iobstraibitzer, natural de Trieste y de lengua italiana. El carácter de su padre, un soplador de vidrio también capaz de confeccionar tarjetas postales art nouveau, no facilitó su inserción en el hogar de la familia, que abandonó en 1916. Aunque hasta esa fecha había asistido a varias escuelas, aprendió sobre todo en las calles del barrio porteño de Flores, donde transcurrió buena parte de su infancia y adolescencia. La necesidad lo haría pintor de brocha gorda, ayudante en una librería, aprendiz de hojalatero, peón en una fábrica de ladrillos y estudiante fracasado de la Escuela de Mecánica de la Armada, por recordar algunas de las ocupaciones que llenaron sus días. Un matasellos y una máquina de prensar ladrillos le dieron las primeras y tempranas ocasiones de comprobar la escasa atención que iba a merecer su persistente carrera de inventor, pasión que había de encontrar un eco notable en su obra literaria.
En 1916 inició su trabajo de periodista, tarea con la que intentaría resolver sus problemas económicos y que le permitió relacionarse con los círculos literarios porteños. En esa fecha dio a conocer su primer cuento, «Jehová», con el que comenzó una carrera de escritor que se consolidaría desde que en 1926 dio a conocer El juguete rabioso, novela sobre un adolescente que se inicia como delincuente y termina como traidor a los suyos. En un tiempo de aparente prosperidad para el país, esa obra parecía hablar de la crisis de los proyectos modernizadores del siglo XIX, que habían convertido a Buenos Aires en una babélica ciudad de inmigrantes, moradores de inquilinatos y conventillos cuya única realidad era la de las calles en que se desenvolvía su lucha por la vida. Eran la cara oculta de una Argentina agitada por conflictos ideológicos y de clase, amenazada por una crisis económica inminente, observada por los militares que dominarían la escena política a partir de 1930. La excepcional lucidez de Arlt haría de esta primera obra, interpretable como la voz de los postergados por el sistema social vigente, el punto de partida de la novela argentina contemporánea.
La valoración de esas aportaciones se vio afectada durante mucho tiempo por las polémicas que agitaron la vanguardia porteña de los años veinte. Su capítulo más recordado es el de las diferencias reales o aparentes que enfrentaron a los grupos de Florida y Boedo. Aunque mantuvo relaciones con los escritores adscritos al primero (por algún tiempo fue secretario de Ricardo Güiraldes, a quien dedicó El juguete rabioso, y colaboró en la revista Proa), Arlt no dejó de sufrir el desdén de los martinfierristas, representantes de un arte minoritario y europeizado, jóvenes cultos que parecían detentar los derechos a la tradición literaria y a la renovación. Ese rechazo lo llevaría a ocultar sus lecturas y alardear de sus deficiencias de estilo, despreciando a quienes escribían bien y eran exclusivamente leídos por correctos miembros de su propia familia. En esa tesitura, inevitablemente había de ser relacionado con el otro bando: con quienes desde el barrio popular de Boedo defendían un arte comprometido con los problemas del hombre, preferían el cuento y la novela a la poesía, y veían en la literatura una posibilidad de contribuir a la transformación de la sociedad.
Pero tampoco era ése su lugar. Las empresas colectivas no parecían interesarle, ni siquiera cuando iban encaminadas a mejorar las condiciones de vida de los desheredados. Las razones de su acusado individualismo pueden encontrarse en sus experiencias personales, que determinaron en alguna medida la visión negativa de la institución familiar y de la mujer que ofrecen sus personajes, su temor de la miseria, la fascinación ante quienes mostraran poseer la fortaleza necesaria para sobrevivir solos en un medio social hostil. El juguete rabioso se alimentaba en buena medida de ese material autobiográfico, y descubría vidas difíciles en un Buenos Aires hasta entonces prácticamente ignorado. Las novelas Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931) ampliaron después esa indagación con un tratamiento alegórico que la convertía en una reflexión sobre la sociedad argentina e incluso sobre la condición humana. Los apodos simbólicos de algunos miembros de una sociedad secreta, financiada mediante la explotación de los prostíbulos y destinada a provocar una conflagración universal, son el indicio más evidente de la condición expresionista de esos relatos, que convierten la realidad en una fantasmagoría donde se dibujan con nitidez los perfiles de un mundo que se desmorona. La voz burlona o cínica del narrador se encarga de parodiar ese drama hasta convertirlo en una mascarada, desde la perspectiva de quien conoce la falsedad de los valores, la inutilidad de los esfuerzos, lo insensato de las ilusiones, el fracaso inevitable de los proyectos y lo terrible del fin. De paso, es posible percibir las consecuencias de una modernidad tecnológica tan fascinante como amenazadora, de unas prácticas revolucionarias tan esperanzadoras como grotescas, de la alineación social y psicológica que padece el hombre contemporáneo. La única salida (falsa también) se concreta en la transgresión, en la degradación que permite una absurda apariencia de ser, en la perversidad que al menos permite la certeza de existir en el mal. En El amor brujo (1932), sin duda su novela menos comentada, Arlt insistiría aún en la presentación de personajes obsesionados por la felicidad y a los que la fantasía permite evadirse de una existencia gris.
La factura realista fue la dominante en los nueve relatos reunidos en el volumen El jorobadito (1933), próximos a las inquietudes características de las novelas citadas. Eso no impidió que algunos mostraran una proclividad hacia lo fantástico que había de acentuarse progresivamente. Aparentemente ajena a la literatura argentina, la obra de Arlt encontraría en esa dimensión la posibilidad de afirmarse en una tradición que en el Río de la Plata contaba ya con notables manifestaciones de ese signo. Arlt insistió en ella tras visitar España y Marruecos en los últimos meses de 1935 y los primeros de 1936. Fruto de ese viaje fueron los cuentos que en 1941 reunió en El criador de gorilas: aunque también estaban presentes el África negra y algunos escenarios asiáticos de cultura islámica, las referencias geográficas remitían sobre todo a Marruecos, con preferencia por Tánger, cuyo estatuto internacional favorecía la actividad de los Servicios Secretos de distintas potencias, y por los territorios entonces sometidos al control de España. Allí fue donde Arlt se sintió fascinado por un mundo seductor y repulsivo, conjunción violenta de medioevo y modernidad, fiesta de colorido determinada por la diversidad de los tipos humanos, primitivos y refinados, generosos y crueles. Crímenes, venganzas, pasiones y otros ingredientes daban a las historias una atmósfera oriental, cuyo encanto resultaba corregido por el cinismo que una vez más solía caracterizar a los narradores, y que daba una dimensión paródica a la pretensión moralizadora o ejemplar que adoptaban en ocasiones. También afectaba a la crítica social (del fanatismo, del abuso de poder, de la avaricia) que permitían deducir.
Los relatos de El criador de gorilas alejaban a Arlt del ámbito de Buenos Aires, y parecían también ajenos a las preocupaciones metafísicas que antes eran ingrediente fundamental en las complicadas psicologías de sus personajes. Con ese nuevo espíritu guarda relación Un viaje terrible, una «nouvelle» derivada de la estancia del escritor en Chile, en 1940, y publicada cuando regresó a Argentina en 1941. Aquella experiencia le permitiría imaginar un viaje hacia Panamá iniciado en el puerto de Antofagasta, y que estuvo a punto de concluir trágicamente para el narrador cuando el barco navegaba frente a la costa del norte de Perú. El relato reitera intereses manifiestos en la vida y en la literatura de Arlt. Ya en 1920, en su breve ensayo «Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires», había mostrado esa mezcla de fascinación y sarcasmo con que se refería ahora a las artes adivinatorias o a la carta astral que parecían determinar los destinos de sus estrafalarios personajes. También se encuentran ecos de sus inquietudes científicas del momento, ocupado como estaba en llevar a buen término el proceso de gomificación de las medias de señora del que esperaba la fama y la riqueza. La voz divertida y sarcástica del narrador, que ha emprendido esa «Travesía del Terror» forzado por sus últimas estafas, da un tono de farsa a la aventura y a sus protagonistas, cuyos deméritos y fracasos no entrañan concesión alguna al patetismo.
Un viaje terrible confirma la impresión de que Arlt optaba por indagar en territorios de imaginación que a veces parecían rondar la literatura fantástica. Curiosamente, estos relatos que completan su obra narrativa recuerdan sus principios: responden a los gustos declarados en El juguete rabioso por Silvio Astier, cuando a la edad de catorce años se abandonaba a los deleites de la literatura bandoleresca y anhelaba inmortalizarse como un delincuente de alta escuela. Quizá las creaciones de Arlt pueden verse como una búsqueda de salida o de sublimación personal por medio de los sueños o la literatura, o eso es lo que indica su producción teatral, también relevante. Si se deja al margen el fragmento de Los siete locos que el Teatro del Pueblo escenificó en 1932 con el título de El humillado, esa producción se inicia con 300 millones, obra representada en julio de ese mismo año por el conjunto de Leónidas Barletta. Arlt abordaba allí el análisis de las razones que llevan a una muchacha a suicidarse, y para ello recurría a la concreción teatral de las fantasías que la habían ayudado a sobrevivir por algún tiempo: en escena aparecen Rocambole, la Reina Bizantina, el Galán, el Demonio o la Muerte, creando un clima de farsa ajeno a cualquier pretensión realista y emparentable con la factura expresionista que sus narraciones alguna vez habían conseguido. Por otra parte, esa corporización de los sueños permitía entrever la capacidad de las ficciones para subsistir por sí mismas. Saverio el cruel y El fabricante de fantasmas, piezas estrenadas en 1836, le permitirían mostrar con precisión las relaciones entre esos fantasmas y la creación literaria. Si 300 millones hablaba de la imaginación como una posibilidad de supervivencia, sublimando las frustraciones de una existencia mediocre, El fabricante de fantasmas dio vida a los que atormentaban a un dramaturgo, ahora hasta llevarlo al suicidio. Como esos fantasmas eran a la vez el fruto de la imaginación y de los remordimientos de un escritor, la literatura se mostraba capaz de revelar las dimensiones profundas de la personalidad, a la vez que el juego entre la imaginación y la realidad convertía al autor y a sus personajes en una sucesión de máscaras sin identidad precisa. En esa idea insistiría Saverio el cruel, apelando al recurso pirandelliano del teatro dentro del teatro para conjugar una broma canallesca con la reflexión sobre la farsa de las relaciones y las ilusiones humanas y el análisis de los mecanismos del poder, hasta dar al conjunto una dimensión trágica.
Arlt estrenó La isla desierta en 1937, África en 1938, y La fiesta del hierro en 1940. A esas obras hay que sumar Prueba de amor, «boceto teatral irrepresentable ante personas honestas» que se editó en 1932, las «burlerías» La juerga de los polichinelas y Un hombre sensible publicadas en 1934, y El desierto entra en la ciudad, una farsa dramática que Arlt concluyó poco antes de morir en Buenos Aires, el 26 de julio de 1942. De esas obras, que dan a su autor un lugar de notable relieve en la vanguardia teatral argentina, merece especial atención África, cuyos cinco actos van precedidos de un exordio en el que Baba el Ciego, un «jefe de conversación», declara su intención de narrar las historias que luego conforman la obra. África se propone así como una ficción dramática que a su vez genera otras, y afirma su relación con la práctica oral del relato que Arlt había observado en el norte de África y que también inspiró los cuentos de El criador de gorilas.
Arlt había escrito para el diario El Mundo, donde empezó a trabajar en 1928, las Aguafuertes porteñas que reunió parcialmente en un volumen publicado con ese título en 1933. El mismo periódico lo envió a España y Marruecos en 1935-1936, y antes y después a Uruguay y Brasil, en 1930, y a Chile, en 1940. Entre las crónicas de viaje escritas a raíz de esas experiencias, sobresale la selección y publicación en 1936 de sus Aguafuertes españolas (1ª parte. Impresiones), además de los artículos en que dejó constancia de los rudos trabajos de las campesinas marroquíes, de su visión crítica de determinadas costumbres árabes, y de la fascinación que también llevaría a sus relatos y a su teatro. Las aguafuertes de El Mundo constituyen la parte de mayor interés literario en una producción periodística que incluyó también las notas redactadas en 1926 para la revista Don Goyo, así como las crónicas policiales escritas en 1927 y 1928 para el diario Crítica. Esa producción permite comprobar la gran capacidad de su autor para adentrarse en los problemas sociales y políticos de su tiempo, y para exponerlos con imaginación y rigor: no sólo los que afectaron a la Argentina de su época, sino también los que pudo observar en los países por los que viajó y los que determinaban la atmósfera internacional cada vez más enrarecida que llevó a la segunda guerra mundial.
Texto de Teodosio Fernández (Universidad Autónoma de Madrid).
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(Arriba, una de las casas donde vivió Arlt, Yerbal al 2200 en Flores)

EL CENTENARIO DE ROBERTO ARLT
Escribir como quien tira puñetazos a la mandíbula de un rival
La crítica oficial de la primera mitad del siglo XX lo ninguneó. A partir de los ‘50, su obra empezó a ser revalorizada. Hoy es considerado uno de los grandes sin discusión de la historia de la literatura argentina. Abelardo Castillo, Guillermo Saccomanno, Ricardo Piglia y Noé Jitrik explican por qué Arlt es imprescindible.
“¿Qué hacemos con un genio casi analfabeto a quien le salían novelas como Los siete locos, cuentos como ‘El jorobadito’, ‘Las fieras’, ‘Luna roja’ o ‘El traje del fantasma’ y obras de teatro como El desierto entra en la ciudad, Saverio el cruel, La isla desierta? O admitamos que es algo así como el Mahoma de nuestro tiempo (ya se sabe que Mahoma nunca aprendió a leer, lo que no le impidió dictar el Corán) o nos decidimos de una vez a examinar más de cerca nociones como cultura y literatura cuando se habla de él.” La definición de Abelardo Castillo parece resumir lo que Roberto Arlt significa para por lo menos las dos últimas generaciones de escritores argentinos: un hombre que obliga a redefinir las bases de la literatura nacional. Desde el punto de vista temático y lingüístico, pero sobre todo en la relación entre el artista y su época. En palabras de Noé Jitrik: “Después de Arlt, es imposible desentenderse de lo que a uno le toca en relación con lo que describe. Hacer eso sería traicionar finalmente la tarea, y por cierto desvirtuar lo que se quiere decir”.
Para el escritor y crítico literario Ricardo Piglia, “Arlt lisa y llanamente inaugura la novela moderna argentina. Porque tiene una decisión estilística nueva, quiebra con el lenguaje de ese momento. Es el primer novelista argentino, y el mayor, por donde se lo mire. Si la familia de escritores de cada uno se elige, elijo a Macedonio como padre y a Arlt como hermano mayor”. Guillermo Saccomanno, sobre cuya formación Arlt tuvo una influencia decisiva, lo explica de este modo, en diálogo con Página/12: “Para todos los escritores de mi generación y los de la anterior, él es una referencia obligada. Para mí, leer El juguete rabioso a los 15 años fue no sólo el descubrimiento de la literatura, sino además el descubrimiento de la ciudad y del conflicto del tipo solo en la ciudad. Pienso que es El Gran Escritor Argentino, ni más ni menos, junto a Sarmiento, Mansilla, Cortázar, Walsh. Es nuestro Dostoievski”. Castillo tiene claro que su influencia “es central en la literatura argentina contemporánea” y que de alguna manera su obra “es el único parámetro que habilita a medir la grandeza de un escritor”. “La inmensidad de su influencia se revela en la medida y la manera en que su obra subyace en la obra de los otros escritores”, afirma Castillo. “En el caso de Arlt, su influencia se nota en la obra de todos los grandes de la actualidad e, incluso, en la de sus contemporáneos. El cuento ‘El indigno’ de Borges, por ejemplo, no es más que una reescritura de El juguete rabioso. Nuestra generación, sencillamente saqueó el talento de Arlt. Lo más llamativo en él es su extraordinaria tensión espiritual, el alma de su escritura.” La grandeza de Arlt, sin embargo, no se comprende si se deja de lado que “definitivamente, no fue sólo un escritor de escritores, sino, fundamentalmente, como un escritor para la gente”.
En los antípodas de muchos de los escritores nacionales de la primera mitad de siglo de raigambre aristocrática o apellido tradicional –Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo, Silvina Bullrich, Leopoldo Lugones, etc.–, Arlt provenía de una familia de inmigrantes de clase media baja que, además, nunca llegó a hablar del todo bien el español. Acaso su origen explique su tendencia permanente a darle voz a los desclasados y a rechazar de plano cualquier tipo de conformismo, actitud que se percibe en su escritura, en su actitud ante la vida. Saccomanno primero se resiste y luego acepta contrastar su estilo con el de Borges. “Arlt y Borges son dos maneras de entender la literatura, que se ubican en los antípodas. La de Arlt es una escritura absolutamente combativa desde el punto de vista ideológico-político, subversiva, mientras que en este sentido la de Borges es totalmente light, porque privilegia la forma por sobre el contenido.”
En relación con las diferencias, de forma y de fondo, que mantienen Arlt y Borges, Piglia pensó lo siguiente: “Unir y mezclar a Borges y a Arlt es una de las utopías de la literatura argentina, pero eso no es posible, aunque el intento de la cruza está en Cortázar, en Marechal, muy nítido en Onetti. (...) Un escritor puede quebrar la estructura de las palabras, mezclar diversas lenguas, atomizar el lenguaje, pero en algún lado debe mantener la unidad. Yo creo que Arlt es uno de los pocos que marca su estilo a partir de la mezcla, del entrevero, a diferencia de Borges, que más bien es el descarte, la precisión”.
Buena parte de los personajes de El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas y Las fieras, como muchas de las geografías de las acciones que narra su autor, son marginales. En otras palabras, Arlt describe el mundo desde los márgenes. Y lo suyo no es una pose: su vida entera transcurre de ese lado de las cosas. Miembro de una clase que, en la primera mitad del siglo XX sentía que su situación declinaba invariablemente, trasladó ese sentimiento descorazonado a las páginas de la mayor parte de sus libros y al carácter de muchos de sus personajes. “Para ellos no hay nada que hacer: Buenos Aires es una enorme campana indiferente donde en cuestión de horas, más o menos, todos esos infelices serán exterminados”, escribió Jitrik. Arlt se mantuvo al margen de los círculos literarios durante años y debió luchar en vida contra los prejuicios de quienes le criticaban su supuesta “incultura” y la “desprolijidad” e “incorrección” de su escritura (ver aparte un texto suyo al respecto). Se podría decir que, en más de un sentido, era un ousider.
Para los investigadores de su vida el propio escritor era, por distintos motivos, bastante afecto a cultivar la imagen del gran incomprendido. Sylvia Saítta, por ejemplo, afirma en la biografía El escritor en el bosque de los ladrillos, que acaba de publicar Sudamericana, que las expresiones de Arlt del tipo “se dice que escribo mal” o “yo no tengo la culpa de llamarme Arlt” no hacen sino “consolidar en su reiteración la imagen del escritor nunca felizmente reconocido por sus pares y por la crítica, cuyos valores estarían más allá de una escritura desprolija, llena de imperfecciones”.
Acaso, Arlt adelantaba: si en su época lo criticaban, y mal, desde la década del 50, con las relecturas de la historia oficial de la literatura, su figura se agiganta, al punto de que en la actualidad es casi un profeta de las letras argentinas, y su obra, cuyo valor muy pocos se atreverían a cuestionar, se lee con devoción. Prestigiosos intelectuales reivindican desde hace décadas la necesidad de revalorizar su obra –entre ellos Raúl Larra, Ricardo Piglia, David Viñas, Oscar Massota y Noé Jitrik– y su nombre es recordado (y seguramente reverenciado) cada vez que un lector se deja cautivar por sus libros o por alguna de sus dos mil Aguafuertes que publicó entre 1928 y 1942, el año de su muerte, en el diario El Mundo. “Fueron esos artículos los que lo ubicaron rápidamente en la categoría de escritor popular”, explica Castillo, para quien el triángulo de los grandes de esa generación está conformado por Borges, Arlt y Marechal. Sin embargo, aquella postergación durante su vida sigue operando de modo tal que Arlt no ha salido del lugar del maldito por excelencia de las letras argentinas. Una mirada objetiva, si es que existe, podría subrayar que este hombre que se ganaba la vida como periodista y cometía algunos errores de ortografía supo sintetizar en su obra literaria, como nadie, el desencanto de las clases medias urbanas de la Argentina de los años ‘20 y ‘30. Los argentinos imposibilitados de cumplir sus sueños, para quienes el orden social es el velo que pretende ocultar la desigualdad, desfilan por su obra como desfilan por la de Borges compadritos arquetípicos, figurones inventados o personajes extraídos de la historia universal de la literatura.
Arlt escribió volúmenes de cuentos (“El jorobadito”, “El criador de gorilas”), novelas (Los siete locos, El juguete rabioso, Los lanzallamas, El amor brujo), una docena de obras de teatro (Trescientos millones, de 1932; Saverio el cruel, de 1936; La isla desierta, La fiesta del hierro, entre otras) y artículos y columnas periodísticas, en El Mundo, Mundo Argentino, El Hogar y Crítica, entre otros medios gráficos. Se ganó un lugar en la historia, como él decía, por “prepotencia de trabajo”. Creía que su obligación era escribir libros que encerraran “la violencia de un cross a la mandíbula” y se burlaba de los literatos de extracción aristocrática que suponían que detentaban la cultura como parte de su herencia de clase.
Roberto Arlt, el segundo de tres hermanos, nació con el siglo, el 26 de abril del 1900, en el barrio de Flores, fruto de la unión de Karl Arlt, un alemán con aspecto rudo, y su esposa, Ekatherine Iobstraibitzer, una campesina austríaca que en sus más secretas fantasías soñaba con tener como marido a un músico como Wagner o a un filósofo como Nietzsche. No queda claro por qué él se hacía llamar Roberto Godofredo Christophersen Arlt, si ése no era su verdadero nombre. Tampoco por qué cambiaba la fecha de su nacimiento en los reportajes (decía alternativamente haber nacido el 2, o el 7 de abril), generando una confusión que hasta hoy perdura, pese a que es sabido que en su libreta de nacimiento está fechada el 26 de abril su llegada al mundo. Lo cierto es que la posibilidad de narrar lo fascinó desde la infancia. Contaba sólo 8 años cuando vendió, por cinco pesos, su primer cuento: en ese sentido, se jactaba de haber batido un record.
Muchas de sus experiencias infantiles sirvieron de materia prima para El juguete rabioso, obra que reúne, según él mismo se encargó de aclarar, algunas de sus más preciadas experiencias juveniles. A los veintiséis años, seis después de conocer a Carmen Antinucci, la mujer que se convertiría en su primera esposa, publicó la novela (el mismo año en que se publicaría Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes). Durante cuatro años, El juguete... había sido rechazada por distintas editoriales. La única hija de su primer matrimonio, Mirtha Arlt, que nació en 1923, explica en el prólogo de una de las ediciones de su obra: “La revolución rusa, la Tercera Internacional, el arresto de Trotski en lo político, Tolstoi y Dostoievski en lo literario, son el caldo de cultivo que alimenta sus lucubraciones, en ese momento. Aquí comienzan verdaderamente sus andanzas como periodista y escritor”.
Aunque los comienzos no fueron fáciles –debió trabajar alternativamente como aprendiz de pintor, ayudante de hojalatero, mecánico, vulcanizador, editor de un “periodicucho” y trabajador del puerto–, nunca se desvió de su propósito original. “Sobre todas las cosas –escribió en El juguete rabioso– deseaba ser escritor.” En sus últimos años se jactaba de haber escrito sus libros entre un trabajo y otro.
En general, los escribía en los pocos ratos que le quedaban libres. En una oportunidad contó: “El jefe de redacción del diario ha pasado un día a las 9 de la mañana por la redacción, otro a las 3 de la tarde y otro a las 9 de la noche, y me ha encontrado siempre rodeado de papeles, hecho un forajido, con barba de siete días, tijera descomunal sobre el escritorio y un frasco de goma agotándose. Entonces, se ha detenido frente a mí, diciéndome: ‘¿Se puede saber qué hacés? Escribís todo el día y no entregás una nota sino cada muerte de obispo. He tenido que contarle: ‘Querido jefe, confieso que aquí comienzo y termino mis novelas’”.
En 1927 se incorporó como cronista policial al diario Crítica (“Yo era uno de los cuatro encargados de la nota carnicera y truculenta que estaba obligado a hacer un drama hasta de un simple e inocuo choque de colectivos”, relataría años más tarde), y pocos meses después a El Mundo, en donde publicaría hasta su muerte las famosas Aguafuertes. El recuerdo del día en que se publicó su primera columna lo acompañó durante toda la vida: “¡Cuántas preocupaciones cruzaron por mi mente aquel día!”, relataba. “Me había confeccionado una lista de lo que creía debían ser los temas a desarrollar en las columnas, diariamente. Logré reunir argumentos para 22 aguafuertes. Con qué emoción me preguntaba entonces: cuando se agote esta lista de temas, ¿de qué escribiré?” Está claro que encontró la forma de que su lista de temas no se agotara, considerando que escribió artículos durante catorce años. Esos artículos periodísticos fueron posteriormente reunidos en los libros Aguafuertes porteñas (1933) y Nuevas Aguafuertes porteñas (1960). Durante los años posteriores, también escribiría en Mundo Argentino y El Hogar.
Sus obligaciones como columnista en el diario El Mundo se vieron únicamente interrumpidas durante dos meses de 1929: en ese tiempo terminó su segunda novela, Los siete locos, que se publicó a fin de año. Los lanzallamas se editó dos años después, en 1931, y El amor brujo, muy poco tiempo después, en 1932.
Más allá de sus evidentes diferencias, las novelas comparten algunos elementos en común. Varios de los personajes de sus ficciones, por ejemplo, “viven en una actitud de espera romántica por lo irracional, en una espera angustiada de ‘algo’ que los sumerge en la inquietud y que los hace circular a través de los días como sonámbulos”, en palabras de su hija, que se dedicó a prologar y estudiar la obra de su padre. Cuando en una oportunidad un periodista lo interrogó sobre el origen y la naturaleza de sus personajes, Arlt respondió: “Lo único que sé es que un personaje se forma en el subconsciente de uno, como el niño en el vientre de una mujer. Que estos personajes tienen a veces intereses contrarios a los planes de la novela, que realizan actos tan estrafalarios que uno como hombre se asombra de contener tales fantasmas. En síntesis, uno trabaja de componer novelas, soñar y andar a las cavilaciones con monigotes interiores”. También admitió que modelar estos personajes era para él una forma de comprobar si “el modo A, B o C de vivir” podrían enseñarle qué era eso llamado felicidad.
“Sus personajes son maravillosos”, opina Castillo. “La arruinaba únicamente cuando se quería hacer el pituco o el español y modificaba las expresiones lingüísticas: escribía ‘doncella’ en lugar de muchacha o palabras como ‘encristalado’, ‘sentóse’, soliloquio, etc... Es obvio que su capital no era ése, sino precisamente lo que hacía cuando tomaba al idioma por las astas y para utilizarlo tal cual lo usan los argentinos. Su enseñanza es doblemente valiosa, en este sentido: nos enseñó lo que hay que hacer y lo que no.”
En los últimos años de su vida se estrenaron algunas de sus obras de teatro más famosas: Trescientos millones (1931) –inspirada en un caso de suicidio que le había tocado cubrir para el diario Crítica– , Africa, en 1938, La fiesta del hierro, en 1940, año en que se casó con su segunda mujer, Elizabeth Mary Shine, y El desierto entra en la ciudad, en 1942. “Esa parte de su producción, que incluye también obras como Prueba de fuego, Saverio el cruel, y El fabricante de fantasmas, a mí me fascina especialmente, y está poco difundida”, advierte Castillo.
Por esos mismos años patentó uno de sus inventos más famosos: se sabe que, como varios de sus personajes, era un fantaseoso inventor, que soñaba con llegar a hacer dinero con sus muchas veces insólitas creaciones. Las medias de mujer “irrompibles” con puntera de caucho, que en opinión de uno de sus amigos más realistas “se parecían a unas botas de bombero antes que a unas medias de mujer”, y en la de su segunda esposa a “una piel de pescado”, aparecieron en 1942, pero, previsiblemente, no tuvieron el éxito que él ansiaba. El mismo destino corrieron los puños de metal para camisa, destinados a retrasar el desgaste de las prendas, y la rosa galvanizada –pensada para resistir el paso del tiempo–, que hubieran sido olvidadas completamente si no fuera por la fama que alcanzó su creador.
El escritor sobre el que otro escritor, Augusto Roa Bastos, escribió “Más que acercarse a una victoria, fue un artista que demoró heroicamente la derrota”, murió de un paro cardíaco el domingo 26 de julio de 1942, en el cuarto de una modesta pensión del barrio de Belgrano. Quizá, en esos momentos, sintió lo mismo que el día en que expresó: “Algún día moriré y los trenes seguirán caminando, y la gente irá al teatro como siempre y yo estaré muerto para toda la vida”. “¿Qué hora es?”, le preguntó su segunda esposa, embarazada de seis meses, sin sospechar que el final se acercaba. “No sé”, contestó él, acaso con la intuición de que cualquiera de las que pronunciaba entonces podían llegar a ser sus últimas palabras. Afuera, la lluvia le lavaba la cara a Buenos Aires.
Como completando una historia circular, tres meses después de su muerte, nació su hijo, a quien su madre anotó con el mismo nombre de su padre. Y fue como un eco de lo irrepetible. En la actualidad, Roberto Arlt (hijo) visita a su madre, Elizabeth Mary Shine, de 87 años, todos los sábados, en la residencia para ancianos en la que se encuentra alojada desde 1994.
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Y que los eunucos bufen
Por Roberto Arlt
Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana. Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene qué decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.
Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones le produce surmenage.
Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias. Para hacer estilo, son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en salones de sociedad. (...)
El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad, libros que encierren la violencia de un “cross” a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y “que los enucos bufen”.
El porvenir es triunfalmente nuestro.
Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la “Underwood”, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora. a veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero... Mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará El amor brujo. Y que el futuro diga.
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Opinión
Por Juan Sasturain
No hay vacuna
En la memoria y las sensaciones de este desprolijo lector, la mejor novela de Arlt es El juguete rabioso, la primera. Se publicó en 1926, el mismo año que la última de Güiraldes, Don Segundo Sombra, y no es el único dato que los une en recuerdo puntual. Se sabe, son dos novelas (opuestas) de aprendizaje: la postrera de un mundo rural idealizado; la que inaugura otro mundo –éste–, urbano e impiadoso. Pero esos pibes tan diferentes, Fabio Cáceres y Silvio Astier, convivieron en cabezas contiguas. Cuenta la leyenda que el sabio y sensible estanciero don Ricardo lo tenía a Roberto Godofredo de improbable secretario por entonces –se leyeron mutuamente de reojo– y que fue él quien persuadió a Arlt de que le cambiara de nombre al raro engendro que había parido. Dentro del más alevoso terrorismo verbal a la Castelnuovo, el novel le había puesto sin ambages “La vida puerca”, casi un carnet de identidad boedista. La literatura y la historia literaria eternamente agradecidas a Güiraldes por el regalo –El juguete rabioso es un título inolvidable, como todos los (genuinos) de Arlt, por otra parte– pero además, sanamente preocupadas por el enigma abierto: ¿Por qué? ¿Por qué, oh dioses de la alusión, se llama así?
Es probable que este desprolijo lector esté solo o poco acompañado en su perplejidad y que el famoso juguete sea una cita alevosa por lo conocida, una referencia explícita o no tanto dentro de las aventuras del inolvidable Silvio Astier. No lo sé, y tal vez sea una vergüenza no saberlo. Pero es bárbaro así. Y cuando lo sepa o me lo enseñen –como “la sangrienta luna” del poema de Quevedo que Borges prefiere sin explicaciones–, el título no será mejor que ahora, tan inmotivado pero sugerente como un apellido o un color de ojos. La ignorancia permite inferencias libres y acaso el juguete sea el mismo Silvio que –en manos de un mundo que lo usa, no le da lugar– se revuelve, rompe con él, muerde la equívoca mano, traiciona y se libera a través de la transgresión. Silvio es Arlt también, claro. La literatura, los mismos libros de Arlt son ese equívoco juguete. Pero... ¿y la rabia? Los psicoanalistas que suelen hacerse un triste pic-nic de soda y tostadas frías con Arlt deben saber quién lo mordió para que se enrabiara.
Como un cross a la mandíbula quería pegar Arlt cuando escribía. Todavía, donde te agarra te voltea. Por eso hay que bailotear, tirarle jabs de explicación para contenerlo, neutralizarlo con el clinch crítico cuando lo sentís muy cerca. Porque además, contrariando lo que decía el Ñato Desiderio, esos libros muerden.
Están rabiosos y no hay vacuna.

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