22.2.09

LA LITERATURA DE IDEAS EN AMÉRICA LATINA 6: Ernesto Sábato

Ernesto Sábato

El escritor y sus fantasmas (1963)















(la imagen es un cuadro del pintor madrileño Alvaro Delgado, de 1999)

1) (...) ¿qué es una novela pura? Nuestra manía de racionalizarlo todo, consecuencia de una civilización que no ha creído más que la Razón pura (¡así le ha ido!), nos condujo a la candorosa suposición de que en alguna parte existía un Arquetipo del elusivo género novelístico, arquetipo que debía ser escrito de acuerdo con la buena conducta filosófica con mayúscula: “Novela”, así. Y que escritores naturalmente precarios tratan de aproximar mediante intentos más o menos rudos que, para señalar su deshonrosa degradación, deben ser denominadas “novelas” con minúscula.

Lamentablemente o por suerte no hay Arquetipo. Con evidente asco, pero con precisión que él no suponía elogiosa, Valéry lo dijo: Tous les écarts lui appartiennent. Claro que sí. Simultánea o sucesivamente, la novela sufrió todas las violaciones, como los países que por eso mismo han sido tan fecundos en la historia de la cultura: Italia, Francia, Inglaterra, Alemania. Y de ese modo fue simple narración de hechos, análisis de sentimientos, registro de vicisitudes sociales o políticas. Ideología o neutra, filosófica o candorosa, gratuita o comprometida, fue tantas cosas opuestas entre sí, tuvo y tiene una complejidad tan indescifrable que sabemos lo que es una novela si no nos lo preguntan, pero comenzamos a titubear cuando lo hacen. Pues, ¿qué puede haber de común entre obras tan dispares como el Quijote, El proceso, Werther o el Ulises de Joyce?

EL ESCRITOR Y LOS VIAJES. Para bien y para mal, el escritor verdadero escribe sobre la realidad que ha sufrido y mamado, es decir sobre la patria; aunque a veces parezca hacerlo sobre historias lejanas en el tiempo y en el espacio. Creo que Baudelaire dijo que la patria es la infancia. Y me parece difícil escribir algo profundo que no esté unido de una manera abierta o enmarañada a la infancia. Por eso aun los grandes expatriados, como Ibsen o Joyce, siguieron tejiendo y destejiendo esa misma y misteriosa trama. Viajar es siempre un poco superficial. El escritor de nuestro tiempo debe ahondar en la realidad. Y si viaja debe ser para ahondar, paradojalmente, en el lugar y en los seres de su propio rincón.

DESPERTAR AL HOMBRE. Decía Donne que nadie duerme en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, y que sin embargo todos dormimos desde la matriz hasta la sepultura, o no estamos enteramente despiertos.

Una de las misiones de la gran literatura: despertar al hombre que viaja hacia el patíbulo.

2) LOS DOS BORGES. (…) El mismo confiesa que rebusca en la filosofía con puro interés estético lo que en ella pueda haber de singular, divertido o asombroso: que el alípedo Aquiles no pueda alcanzar a la tortuga, ¡qué extraño! Que en un tiempo infinito, amontonando letras al azar, un mono pueda escribir la obra de Dante, ¡qué ingenioso! Las paradojas lógicas, el regresus in infinitum, el solipsismo, son temas de hermosos cuentos. Y como hará un relato con el empirismo de Berkley y no querrá perder la oportunidad de elaborar otro con la igualmente asombrosa esfera de Parménides, su eclecticismo es inevitable. Y por otra parte insignificante, ya que él no se propone la verdad. Ese eclecticismo es ayudado por su irriguroso conocimiento, confundiendo, según las necesidades literarias, el determinismo con el finalismo, el infinito con lo indefinido, el subjetivismo con el idealismo, el plano lógico con el plano ontológico. Recorre el mundo del pensamiento como un amateur la tienda de un anticuario, y sus habitaciones literarias están amobladas con el mismo exquisito gusto pero también con la misma disparatada mezcla que el hogar de ese diletante.

Borges lo sabe y hasta lo murmura. Pero esa clase de lector que con pavor sagrado se arrodilla apenas lee una palabra como aporía, toma por inquietud profunda lo que en general es un sofisticado pasatiempo. Y en lugar de retener al Borges válido admira al autor de esos ejercicios.

Del temor de Borges por la áspera existencia real surgen dos actitudes simultáneas y complementarias: juega en un mundo inventado y se adhiere a la tesis platónica, tesis intelectual por excelencia. El intelecto (limpio, transparente, ajeno al tumulto) lo fascina. Pero como por otra parte quiere seguir jugando, quiere no participar en el siempre duro proceso de la verdad, toma del intelecto lo que tomaría un sofista: no busca la verdad sino que discute por el solo placer mental de la discusión y, sobre todo, eso que tanto gusta a un literato como a un sofista: la discusión con palabras, sobre palabras. Lo atrae lo que la inteligencia posee de móvil, de bipolar, de ajedrecístico; juguetón, inteligente y curioso, le atraen las sofistiquerías, lo subyuga la hipótesis de que todos pueden tener razón o, mejor todavía, que nadie verdaderamente la tiene. En Sócrates admira al encantador verbal, al ingenioso dialoguista que podría demostrar una verdad y la contraria a un auditorio a la vez boquiabierto e incondicional. En ese momento, para él la filosofía no puede proponerse la verdad (en otro, más serio, más culpable, dirá lo contrario), y todo es confutable.

Y aun cuando en el caso de la teología el problema es más grave, también allí todo será cosa verbal, todo literatura. Las herejías son variantes de la ortodoxia, tal como más apaciblemente sucede en la filosofía, pero aquí se paga con la cruz o con la hoguera: no con el tormento de Borges, que considera esas historias con ironía, con distancia, con moderado (intelectual) asombro, como arte combinatorio: que el Demonio puede ser Dios, que Judas puede ser Cristo. Dice: “Durante los primero siglos de nuestra era los gnósticos disputaron con los cristianos. Fueron aniquilados, pero nos podemos representar su victoria imposible. De haber triunfado Alejandría y no Roma, las estrambóticas historias que he resumido aquí para solaz dominical del lector, serían coherentes, majestuosas y cotidianas”.

En ningún relato como en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius se resume mejor ese eclecticismo: allí están todas sus inclinaciones y hasta todas sus equivocaciones, y con cada una de ellas construye un ingenioso universo. Ni él cree en lo que allí dice, ni nosotros creemos, aunque a todos nos encanta lo que tiene de posibilidad metafísica. Y así en toda su obra: que el mundo sea un sueño, que sea reversible, que haya eterno retorno, que la inmortalidad se alcance en la memoria de los otros, que la inmortalidad no exista sino en la eternidad: todo es igualmente válido y nada en rigor vale. En un ensayo nos dirá, solemnemente, que “ni la venganza ni el perdón ni las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable pasado”, pero en Pierre Ménard nos muestra el presente alterando los rasgos de lo que fue. Y si nos preguntamos en cuáles de las dos variantes opuestas cree Borges, tendremos que concluir que cree en ambas. O en ninguna.

(…) El arte –como el sueño- es casi siempre un acto antagónico de la vida diurna. Este mundo cruel que nos rodea lo fascina a Borges, al mismo tiempo que lo atemoriza. Y se aleja hacia su torre de marfil en virtud de la misma potencia que lo fascina. El mundo platónico es su hermoso refugio: es invulnerable, y él se siente desamparado; es limpio, y él detesta la sucia realidad; es ajeno a los sentimientos, y él rehuye la efusión sentimental; es eterno, y a él lo aflige la fugacidad del tiempo. Por temor, por repugnancia, por pudicia y por melancolía, se hace platónico.

Encerrado en su torre, pues, elabora sus juegos. Pero el remeto rumor de la realidad lo alcanza: rumor que se cuela por las ventanas y que sube desde lo más profundo de su propio ser. Al fin de cuentas él no es una figura idea del museo de Meinong sino un hombre de carne y hueso que vive en este mundo, cualesquiera sean los recursos a que eche a mano para desvincularse. Al mundo no sólo lo tiene fuera, en la calle: lo tiene dentro, en su propio corazón. ¿Y cómo aislarse del propio corazón?

Y así, en sus abstractos ensayos y cuentos, ese sordo murmullo se cuela, se oye, se colorean con frases y equívocas palabras que no debieran aparecer: como si en la palabra hipotenusa de Pitágoras apareciese a su lado (calificándola) una palabra tan ajena al orbe matemático como “absurda” o “perniciosa”. Palabras, epítetos y adverbios que, efectivamente, aparecen en esos relatos que querrían ser puros pero que no lo logran. Y el hombre que quiso ser desterrado reaparece siquiera sea tenuemente, siquiera sea fugaz y equívocamente con sus pasiones y sentimientos. Y hasta la ciudad X cualquiera donde Redd Scharlach comete sus crímenes empieza a recordarnos a Buenos Aires.

Y el Borges oculto, el Borges que tiene pasiones y mezquindades como todos nosotros, lo vemos o lo adivinamos detrás de sus abstracciones: contradictorio y culpable. Así, este autor que dice que en la filosofía sólo busca sus encantadoras posibilidades literarias, y que en efecto, las aprovecha para sus relatos, en otra parte reconoce que “la historia de la filosofía no es un vano juego de distracciones ni de juegos verbales”. El autor que pone el ingenio como el más alto atributo de la literatura y que hace de un argumento ingenioso la base (y hasta la esencia) de muchos de sus cuentos ejemplares, nos dice en otra parte, con razón, que “si lo fueran todo los argumentos, no existiría el Qujote o Shaw valdría menos que O’Neil”. El autor que admira a Lugones y lo considera nuestro más grande escritor, por su genio fundamentalmente verbal, y que proclama a Quevedo como el más grande de las letras españolas, nos dice en otra parte (y con razón) que la literatura como juego formal es inferior a la literatura de hombres como Cervantes o Dante, que jamás la ejercieron de semejante manera.

Es que el juego posterga pero no aniquila sus angustias, sus nostalgias, sus tristezas más hondas, sus resentimientos más humanos. Es que las encantadoras supercherías teológicas y la magia puramente verbal no lo satisfacen en definitiva. Y sus más entrañables angustias y pasiones reaparecen entonces en algún poema o en algún fragmento de prosa en que de verdad se manifiestan esos sentimientos demasiado humanos (como en la Historia de los ecos de un nombre), así como en la admiración que demuestra hacia artistas que no son de ninguna manera el paradigma de su estética ni de su ética literaria: Whitman, Mark Twain, Goehte, Dante, Cervantes, León Bloy y hasta Pascal.

(…) Debajo de esta ambigüedad creo advertir el secreto culto por lo que a él le falta: la vida y la fuerza. ¿Qué otra explicación encontrar a la admiración que este estricto literato profesa a esos apopléticos creadores? ¿Qué otra explicación al culto de sus antepasados guerreros, por sus valientes de suburbio, por los vikingos y longobardos? Y ya que no puede o no quiere participar de la barbarie real y contemporánea, al menos participa de la literaria barbarie del pasado: lo bastante lejana como para haberse convertido en un conjunto de (hermosas) palabras. Un rito que, como en las religiones superiores, nos hace comulgar con la sangre y la carne de un cuerpo sacrificado mediante sus apagados y bellos símbolos.

(…) Es el momento en que Borges (bella y conmovedoramente) escribe, después de haber refutado el tiempo: “And yet, and yet… Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos… El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.”

En esta confesión final está el Borges que queremos rescatar y que de verdad es rescatable: el poeta que alguna vez cantó cosas humildes y fugaces, pero simplemente humanas: un crepúsculo de Buenos Aires, un patio de infancia, una calle de suburbio. Este es (me atrevo a profetizar) el Borges que quedará. El Borges que después de su frívolo periplo por filosofías y teologías en las que no cree vuelve a este mundo menos brillante pero que cree; este mundo en que nacemos, sufrimos, amamos y morimos. No esa ciudad X cualquiera en que un simbólico Red Scharlach comete sus crímenes geométricos, sino esta Buenos Aires real y concreta, sucia y turbulenta, aborrecible y querida en que vivimos y sufrimos.

3) LA LITERATURA DE SITUACIONES LÍMITES. El hombre de hoy vive a alta presión, ante el peligro de la aniquilación y de la muerte, de la tortura y de la soledad. Es un hombre de situaciones extremas, ha llegado o está frente a los límites últimos de su existencia. La literatura que lo describe e indaga no puede ser, pues, sino una literatura de situaciones excepcionales.

ESTATURA DE LOS PERSONAJES. Si es cierto que los personajes novelísticos salen del propio corazón del creador, nadie puede crear un personaje más grande que él mismo, y si lo toma de la historia lo bajará hasta su propio nivel. El teatro y la narrativa están atiborrados de Cleopatras y Napoleones que no son más altos que sus culpables.

Al revés, modestos seres son levantados hasta la estatura de sus grandes creadores. Es probable que Laura y Beatriz hayan sido mujeres triviales; pero ya nunca lo sabremos, pues las que conocemos fueron levantadas hasta la cumbre de Petraca y de Dante. El poeta hace con sus mujeres lo que en escala humilde hace todo enamorado con su amada.

EL OTRO OFICIO DEL ESCRITOR. Si nos llega dinero por nuestra obra, está bien. Pero escribir para ganar dinero es una abominación. Esa abominación se paga con el abominable producto que así la engendra.

ARTE Y SOCIEDAD. (…) Hay, qué duda cabe, alguna relación entre el artista y su circunstancia, y es claro que Proust no podría haberse formado en una tribu de esquimales. A veces ese vínculo es neto, como el que existe entre la aparición de la clase burguesa y la irrupción de la proporción y la perspectiva en la pintura. Pero las más de las veces ese vínculo es mucho más complejo, y, sobre todo, contradictorio, ya que el artista es en general un ser disconforme y antagónico, y porque en buena medida es precisamente su desafecto a la realidad que le ha tocado vivir lo que lo lleva a crear otra realidad en su arte; que discrepa tanto de aquélla como el sueño de la vida diurna, y por motivos semejantes. El hombre no es un objeto pasivo, y por lo tanto no puede limitarse a reflejar el mundo: es un ser dialéctico y (como sus sueños lo prueban), lejos de reflejarlo, lo resiste y lo contradice. Y este atributo general del hombre se da con más histérica agudeza en el artista, individuo por lo general anárquico y antisocial, soñador e inadaptado.

(…) La literatura, sobre toda la literatura, es algo así como la inversa de la sociedad: en las épocas teocráticas es a menudo anticlerical, como lo demuestran los fabiliaux de la Edad Media; y, al revés, nunca se produce una literatura tan profundamente religiosa como en las épocas laicistas. Piénsese en la calidad de la literatura católica en la Francia de la Tercera República o en la Inglaterra protestante de hoy.

Ya Matthew Arnold señalaba que en las épocas de convencionalismo y de seco racionalismo termina por vencer la necesidad de pasión, de efusión y relieve; y recíprocamente. Y Erich Kahler muestra cómo cada vez que en la historia de la humanidad un principio es llevado hasta sus últimas consecuencias se vuelve contra sí mismo.

SOFISMAS SOBRE LITERATURA POPULAR. El pueblo de hoy no es esa fresca y virginal fuente de toda sabiduría y de toda belleza que imaginan ciertos estéticos del populismo, sino el alumnado de una pésima universidad, envenenado por el folletín de la historieta o la fotonovela, por un cine para oficinistas y por una retórica para chicas semianalfabetas y cursis.

Acaso el pueblo, tal como existía en las primitivas comunidades, tenía un sentido profundo y verdadero del amor y la muerte, de la piedad y el heroísmo. Ese sentido profundo y verdadero que se manifestaba en la mitología, en sus cuentos folklóricos y leyendas, en la alfarería y en las danzas rituales. Cuando el pueblo estaba aún entrañablemente unido a los hechos esenciales de la existencia: al nacimiento y la muerte, a la salida y puesta del sol, a las cosechas y al comienzo de la adolescencia, al sexo y el sueño. Pero ahora ¿qué es, realmente, el pueblo? Y, sobre todo, ¿cómo puede tomárselo como piedra de toque de un arte genuino cuando está falsificado, cosificado y corrompido por la peor literatura y por un arte de bazar barato? Basta comparar la vulgaridad de cualquier estatuita fabricada en seria para el adorno del hogar o para una iglesia contemporánea con un ícono popular, o un fetiche africado para advertir el enorme foso que se ha abierto entre el pueblo y la belleza. En la tribu más salvaje del Amazonas o del África central no encontramos jamás la vulgaridad, ni en sus potiches ni en sus vasijas ni en sus trajes, que hoy nos rodean por todos lados.

Así llegamos a otra conclusión que podría parecer paradojal. Y es que en nuestro tiempo sólo los grandes e insobornables artistas son los herederos del mito y de la magia, son los que guardan en el cofre de su noche y de su imaginación aquella reserva básica del ser humano, a través de estos siglos de bárbara enajenación que soportamos.

No es, en suma, el artista quien está deshumanizado, no es Van Gogh o Kafka quienes están deshumanizados, sino la humanidad, el público.

ARTE MAYORITARIO. Contra los que pretenden, demagógicamente, que toda gran obra de arte a la larga es mayoritaria contra los exquisitos que pretenden lo contrario, creo que es fácil demostrar que ambas pretensiones son sofísticas.

  1. Hay literatura grande y sin embargo minoritaria: Kafka.
  2. Hay literatura minoritaria y sin embargo mala; la mayor parte de los poemas que hoy se escriben, mero logogrifos o logomaquias.
  3. Hay literatura grande y mayoritaria: El viejo y el mar.
  4. Hay literatura mayoritaria y mala: historietas, fotonovelas, literatura rosa, casi toda la literatura policial.

RELACIÓN ENTRE EL AUTOR Y SUS PERSONAJES. Algunos contemporáneos de Balzac nos dicen que era vulgar y vanidoso. Pero lo cierto es que es capaz de crear personajes de una grandeza que no condicen con ese Balzac real (¿o aparente?). Los personajes surgen del corazón del escritor, pero pueden superarlo en bondad, en sadismo, en generosidad, en avaricia.

Todos los personajes de una novela representan, de alguna manera, a su creador. Por todos, de alguna manera, lo traicionan.

Madame Bovary soy yo, qué duda cabe. Pero también soy Rodolphe, en mi incapacidad para soportar mucho tiempo el temperamento romántico de Emma. Y también soy M.Homais, pues ¿mi romanticismo extremo no me ha terminado por convertir en algo así como un ateo del amor?

A medida que esos personajes de novela van emanando su espíritu de su creador, se van convirtiendo, por otra parte, en seres independientes; y el creador observa con sorpresa sus actitudes, sus sentimientos, sus ideas. Actitudes, sentimientos e ideas que de pronto llegan a ser exactamente los contrarios de los que el escritor tiene o siente normalmente: si es un espíritu religioso verá, por ejemplo, que alguno de esos personajes es un feroz ateo; si es conocido por su bondad o por su generosidad, en algún otro de esos personajes advertirá de pronto los actos de maldad más extremos y las mezquindades más grandes. Y cosa todavía más singular: no sólo experimentará sorpresa sino, también, una especie de retorcida satisfacción.

4) CRÍTICAS A LOS CRÍTICOS. Sartre: “La mayoría de los críticos son hombres que no han tenido suerte y que en el momento en que estaban en los lindes de la desesperación encontraron un modesto y tranquilo trabajo de guardián de cementerios”.

Para el crítico, es un placer que los autores contemporáneos le concedan la gracia de morirse: sus libros, demasiado crudos, demasiado vivos, demasiado apremiantes, pasan al otro lado, afectan cada vez menos y se hacen cada vez más hermosos; después de una breve permanencia en el purgatorio, van a poblar el cielo inteligible de los nuevos valores.

RAÍCES DE LA FICCIÓN. En esta vida única y limitada que tenemos, en cada instante nos vemos obligados a elegir un solo camino entre infinitos que se nos presentan. Elegir esa posibilidad es abandonar las otras a la nada. Esa posibilidad que ni siquiera sabemos hasta dónde nos ha de llevar, pues nuestra visión del futuro es precaria y sentimos el mismo desasosiego que el navegante que debe pasar entre escollos peligrosísimos en medio de la niebla o la oscuridad. Apenas si sabemos con certeza que más allá está la inevitable muerte, lo que precisamente hace más angustiosa nuestra elección: pues hace de ella algo único e irreversible. Elección, pues, que parece inventada por el demonio para atormentarnos, portada como presumimos de una casi segura frustración, el camino de la desilusión o el fracaso. Y, para mayor escarnio, por causa de nuestra propia voluntad.

En la ficción ensayamos otros caminos, lanzando al mundo esos personajes que parecen ser de carne y hueso, pero que apenas pertenecen al universo de los fantasmas. Entes que realizan por nosotros, y de algún modo en nosotros, destinos que la única vida nos vedó. La novela, concreta pero irreal, es la forma que el hombre ha inventado para escapar a ese acorralamiento. Forma casi tan precaria como el sueño, pero al menos más voluntariosa.

Esta es una de las raíces de la ficción.

La otra sea, acaso, esa ansia de eternidad que tiene la criatura humana; otra ansia incompatible con su finitud. La búsqueda del tiempo perdido, el rescate de alguna infancia o alguna pasión, la petrificación de un éxtasis. Otro simulacro en suma.

UNA DE LAS PARADOJAS DE LA FICCIÓN. Es característico de una buena novela que nos arrastre a su mundo, que nos sumerjamos en él, que nos aislemos hasta el punto de olvidar la realidad. ¡Y sin embargo es una revelación sobre esa misma realidad que nos rodea!

ARQUETIPOS. Una de los errores de cierta novelística consistió en creer en los arquetipos, como personajes cerrados, únicos, duros. No hay tal arquetipo. Todo lo que está en un hombre puede estar en los demás: abierto o críptico, desarrollado o en gérmen, nítido o difuso. Por eso las grandes novelas apasionan a todos, y de alguna manera todos se sienten representados en sus obsesiones más profundas. Todos nacemos, sufrimos, amamos, tenemos esperanzas y desilusiones, todos nos frustramos y nos morimos. Yo no soy viajante de comercio y no vivo en los Estados Unidos, pero La muerte de un viajante me conmueve. ¿Por qué? Nada que sea totalmente ajeno a nuestro espíritu nos conmueve, por nada que sea inconmensurable con nosotros podemos tener compasión; como la palabra lo indica es una pasión compartida, es un movimiento en común. Si Hamlet nos interesa es porque en alguna medida, en algún momento, en alguna pasión hemos sido Hamlet. También Quijotes y Sanchos, también hemos sentido de una manera o de otra el deseo de matar a una vieja usurera; y si no lo hemos sentido o si creemos no haberlo sentido nunca, ya se encarga ese despiadado novelista de hacernos sentir esa pasión.

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